El desarrollo de la percepción del tiempo
Seguro que recuerdas esas tardes de tu infancia de interminable «aburrimiento», las esperas para hacer la digestión antes de bañarte en verano (por cierto: vaya timo) y lo larga que era la semana antes de las vacaciones de Navidad.
En cambio ahora, de adulto, apenas tienes tiempo de aburrirte y las horas, los días, y no digamos los años, pasan volando… A punto de empezar 2020.
¿Cuándo aprendemos a percibir el tiempo?
La percepción del tiempo
Sin humanos que lo perciban… ¿Existe el tiempo? ¿Qué es?
No es la primera vez que me pregunto esto en el blog y la respuesta no es tan sencilla. El tiempo es cambio, y está claro que el universo cambia, lo apreciemos o no, pero sin nadie que lo observe pasar, no hay recuerdos del pasado ni proyectos de futuro, parece que sólo hay presente.
Antes de seguir leyendo, mira este vídeo, de Andrew Zimmerman Jones, que intenta responder a la pregunta.
Y quizá así sea.
El tiempo parece una propiedad emergente, al menos para la mente humana, pues no podemos percatarnos de su existencia hasta que están bien maduras las estructuras anatómicas del encéfalo que nos permiten percibirlo. Es decir, precisamos que nuestro sistema nervioso haya desarrollado lo suficiente sus distintas funciones para poder dar cuenta de su paso.
Para qué sirve el tiempo
Necesitamos detectar el paso del tiempo para muchas cosas.
No sólo para situar los acontecimientos en nuestra historia personal y tener así noción del pasado, del futuro y del momento actual, sino también para percibir el movimiento y la velocidad, calcular el espacio e incluso apreciar y utilizar la entonación correcta de las palabras. También es necesario para completar tareas cotidianas, ya que necesitamos evaluar lo que está pasando para analizar la situación y tomar decisiones en consecuencia.
Para desenvolvernos en el momento actual necesitamos recordar el pasado e imaginar el futuro, darnos cuenta de que el tiempo pasa.
Cómo aprendemos el tiempo
Pasar, esa es la clave, porque el tiempo no se percibe de forma directa, sino que son las nociones de permanencia y cambio la que nos permiten notar su transcurso. La percepción temporal tiene dos componentes, relacionados con la observación de los cambios que suceden a nuestro alrededor.
El primero es la sucesión, el orden en qué suceden los acontecimientos. Los más inmediatos son el día, que a su vez podemos dividir en mañana y tarde, y la noche.
El segundo es la duración de cada uno de esos momentos que percibimos diferentes. No dura lo mismo un día de verano que uno de invierno.
La combinación de ambos elementos, orden y extensión, nos dan la noción del tiempo. Nos permite retener nuestras experiencias para volver a utilizarlas cuando la ocasión lo requiera y conseguir mejores resultados que la última vez.
Sin la capacidad de transformar una idea en una palabra resulta imposible concebir las nociones de pasado, presente y futuro, y el tiempo de la larga duración y de la historia. Son las palabras las que crean las unidades de medida que permiten conectar el tiempo vivido con el tiempo medido.
Los niños y el tiempo
Y como sabemos en el desarrollo del lenguaje, y por tanto también en la percepción del paso del tiempo, están involucradas casi todas las estructuras encefálicas.
Desde la corteza cerebral, tanto la que percibe las distintas sensaciones (vista, oído, tacto, gusto…) como la que las analiza y la que responde con un movimiento, hasta estructuras más profundas como los ganglios de la base y el cerebelo. Cada una de estas partes aporta su especialización funcional para que el sistema nervioso actúe como un todo y pueda estimar cuanto tiempo ha pasado o cuanto necesitamos para acabar una tarea.
Como bien sabes, querido lector de este blog, todos estos sistemas tienen que desarrollarse a lo largo de la infancia, y con ellos la idea del tiempo irá surgiendo.
En la etapa motora –del recién nacido al niño de 3 años– cuando aún no hay verdadero lenguaje, el tiempo está ligado a la percepción de los cambios de luz, temperatura y actividad.
Se dan cuenta de que la mañana, la tarde y la noche son diferentes porque también son diferentes sus sensaciones. Tienen hambre, sueño o muchas ganas de jugar.
Por eso es la etapa perfecta para ayudar a establecer los hábitos diarios.
Con la etapa del lenguaje, y mientras los órganos de los sentidos completan su madurez perceptiva –hasta los 4 o 5 años–, empiezan a adquirir las nociones que son necesarias para detectar los cambios. Lento y rápido, la sucesión de los acontecimientos a lo largo del día: me levanto, desayuno, me visto, voy a la calle…
Sin estas capacidades perceptivas no puede desarrollarse la memoria, imprescindible para el aprendizaje y, por supuesto, para la percepción del tiempo.
Hacia los 5 años, empiezan a distinguir el antes del después, la mañana de la tarde y el ayer del hoy.
A partir de los 7 años, cuando poco a poco el mundo de fantasía y mágico de los más pequeños va dejando paso al pensamiento lógico, la noción de temporalidad se completa y se utiliza con fluidez en el lenguaje diario.
Ya son conscientes de lo que es el tiempo.
Esperemos que lo disfruten mucho.
Gracias por acompañarme un año más, os deseo un
¡Feliz año 2020!
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